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Yo, Alcornoque

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Yo, Alcornoque

Solo los hombres de campo se detienen a admirar a esa maravilla de la creación que somos los árboles.

Para la gente de ciudad parecerá tonto, sí, ahí estamos, siempre erguidos, pero siempre lejos de los humanos.

Sin embargo, en la creación, todos estamos conectados, nos llevamos bien con el mundo animal, ellos en su mundo y nosotros en el nuestro.

Nos gusta el arte, de hecho, la creación en la que vivimos es puro arte. Lo demostramos en el colorido de nuestro traje de otoño, en la delicadeza y floreado de nuestras primaveras y nuestra frondosidad en el verano. Tenemos nuestras catedrales en Tailandia, el Giant Forest o en Amazonas, entre otras.

Nuestro despliegue lo hacemos todos a la vez, con nuestras raíces entrelazadas bajo la calidez de la tierra que nos acoge.

Pero nosotros, los alcornoques, somos un poco diferentes. Si bien estamos o podemos vivir en casi todo el mundo, sólo vivimos en la Península Ibérica y algunos de sus alrededores y esto se debe a que queremos acercarnos más a toda la creación y aquí en esta zona es donde solamente lo hemos podido lograr. 

En realidad, no esperamos a morir para ser útiles a los humanos, nosotros estamos en constante contacto con ellos durante nuestra vida. Lo hacemos por medio de nuestra corteza y en cierto modo con nuestras semillas, alimentado al cerdo ibérico y dando sombra al toro bravo, potentes símbolos de la tierra que nos abraza.

Nuestra corteza o corcho ha servido al humano a través de los tiempos. 

Uno de nuestro primer uso, fue con las redes de pescar, las primeras redes llevaban flotadores de corcho y así ha seguido y sigue siendo hasta hoy día en muchos lugares, aunque los plásticos nos están ganando, y con ello estén matando el medio ambiente

Una de nuestra época más dulce, desde tiempo inmemorial, fue cuando nos conectábamos por medio de las colmenas. El humano, sacaba nuestra corteza y construía unas cajas con afilados biros a las que las abejas acudían raudas por lo acogedor de su ambiente, era un himno a la cooperación, el humano amaba nuestra corteza, la abeja también la amaba y todos juntos, hacíamos la mejor miel compartida por todos. 

Hace unos años nos han reemplazado, pero afortunadamente aún nos queda familia, como podemos ver.

También hubo otra época en que fuimos famosos, cuando los árabes eran sabios, estos construían unas zapatillas para salir de sus baños, hechas con nuestra corteza.

Se hicieron famosas, los aldeanos las utilizaron para caminar por las veredas de tierra, eran duraderas y flotábamos sobre el polvo y barro del camino. Pronto llegaron a la ciudad, se llamaban chapines y eran hechas de corcho por ser livianas y duraderas; luego ascendieron hasta la corte donde las damas con sus largos vestidos podían crecer más rápido:

                                              Chapines he visto yo
                                              de corcho y de altura tanta,
                                              que a una enana hacen giganta.

                                                                         Tirso de Molina


Tampoco Quevedo pudo contenerse:

                                            Altas mujeres verás,
                                           pero son como colmenas
                                           la mitad huecas y corcho
                                           y la mitad miel y cera

Y Miguel de Cervantes se acuerda de nosotros 17 veces en su famoso libro.

Sin embargo, una de las conexiones más complejas y duraderas que hemos mantenido con los humanos ha sido con el cierre de vasijas. Por un lado, nuestra corteza es fácil de trabajar y por otra es flexible, por lo que podemos hacer fácilmente a cualquier tipo de envase, un ajuste hermético.

Las vasijas de aceite y vino, almacenes de las cosechas anuales, usaban nuestras tapaderas, de igual manera los codiciados frascos con penetrantes perfumes del Oriente, necesitaban nuestros tapones.

Es en este punto donde comienza a desarrollarse una historia de profunda hermandad entre el humano, el mundo vegetal, la uva, el alimento de esta, la tierra, el sol que le daba la alegría de vivir y yo, el alcornoque. 

Todo comenzó como lo hacen los niños, jugando. 

Por siglos nosotros tapábamos los envases, pero en la medida que se fue expandiendo el consumo del jugo de la uva y se aprendió a controlar su fermentación, el cierre de los envases se convirtió en algo más crítico.

A mediados del siglo XVII, Pierre Perignon, un monje francés, con afán de controlar la doble fermentación de sus vinos, en su constante proceso de mejora, descubrió que mi corteza era la única que podía ayudarle a hacerlo. 

Hizo un cambio en el corte del tapón sacado de mi corteza, para permitir un cierre más hermético y solamente con esto, comenzó una nueva etapa en la historia de nuestra hermandad.

En el siglo XX casi todos los vinos eran envasados y solo los iniciados en nuestra hermandad comenzaron a evaluar la importancia de nuestra unión. 

Vieron como el buen vino mejoraba con el tiempo, gracias a la microoxigenación. Algo que, aunque muchos lo han tratado, solamente lo puedo hacer yo. 

Yo permito dejar pasar el aire necesario para que un vino, de bueno para arriba, se afine y notablemente mejore en su botella.

Muchos destructores del medio ambiente tratan de usurpar nuestro lugar en la hermandad, hasta han tratado de envenenarnos (TCA) mas no podrán lograrlo, pues a mí me hizo Dios y no el mal humano.

Pero, aunque son muchos los que lo desean, son muy pocos los elegidos; son muchos los que beben vino, pero muy pocos los que lo degustan.

Para ser partícipe en nuestra hermandad tenemos que amar lo que somos y de dónde venimos, uniendo nuestra herencia y reconociendo el papel que cada uno jugamos en el proceso de nuestra unión, para así dejar de pensar que solamente soy un árbol, y sí un socio activo, parte de nuestro mundo como un miembro más. 

Y así os distinguiréis: 

Sólo seréis aquellos, los que degusten un vino en una botella, de cristal con tapón de corcho.

     Yo, Alcornoque

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